CUENTOS CELENDINOS
Franz Sánchez
Mi GUERRILLERO VIEJO
El veterano gallo moro ha entonado el amanecer, mis abuelos lo han amarrado con una corta pita junto a la puerta del dormitorio, para saber la hora. Es muy temprano y el frío se escabulle bajo las frazadas. El albugíneo de nubes, que se acomodan para dormitar sobre el pueblo, va levantándose, sin apuros, lentamente.
Mi abuelo se ha sentado sobre la cama y se dispone a rezar, como cada mañana. Luego alista su pantalón, se coloca un chaleco grueso de algodón, y con una boina azulada, cubre su cabeza. Cada movimiento deja percibir una ferviente meticulosidad que se aproxima a un ritual. Lo observo, y aunque no entiendo nada, no dejo de conmoverme cada instante. “Franz, ya, vamos” me dice, con la convicción de haberme despertado.
Entre el “sello” y la “canga”, pasando por el “rayuelo” y el “kiwi”, he olvidado por completo que hoy mi abuelo va de cacería, y además que voy con él. Coge un rifle ya raído, que la noche anterior sumergió en petróleo. Después, enfunde al cuerpo una doble estola llena de cartuchos rojos y recoge del suelo, dos fustes que sujetan una abultada trama de hilo negro, muy fino, pero resistente.
Al final del zaguán nos despide mi desconsolada abuela. He visto sus ojos húmedos, preocupados por mí. No quiero ir. Espero a mi abuelo, deseando que cambie de opinión. Pero él ha determinado otra historia. Entonces finjo ánimo y tomo su mano. Pero de inmediato, él la suelta.
Mi abuelo va adelante con un gesto duro y seco, carga el rifle, los cartuchos, una cantimplora, la malla para pajaritos y una ligera mochila. Yo traigo el jebe, y en mis bolsillos tengo piedras que pretenden hundir mi pantalón.
Aunque no conozco ninguna guerra, más que la del afiche de mi padre, aquél que está pegado en la pared del depósito -un inmenso helicóptero y soldados usando máscaras antigases- hoy me siento en uno de ellas. Un conflicto terrible, y muy enrevesado, el de acercarme a mi abuelo.
Él, da la impresión de ir también a una guerra, pero diferente a la mía. Mi abuelo tiene su propia pugna, encontrarse él mismo después de haberse buscado siempre, en tanto tiempo. Parece vivir su recóndita revolución, su insurrección personal. Estampa al paisaje, la silueta de guerrillero anónimo.
Hemos atravesado la llanura de la campiña. Nunca vi un camino tan iluminado, que ciega los ojos y los sentidos. Me es difícil seguirle el paso, y él no voltea a verme. No sé si escucha mis jadeos, el viento silba en los tímpanos y el polvo rasguña el rostro. Llega al final del collado, otea alrededor y borronea una sonrisa debajo del acantilado de su bigote. “Allá, lejos está” fue lo último que recuerdo haber escuchado.
He visto el pueblo, se parece a un turrón de leche, como los que mi abuela corta sobre la mesa, con lados iguales, cuatro esquinas rectas que delinea con el cuchillo. Me ha dado mucha hambre.
****************************************
El sol azota con sañudos latigazos mis hombros y la espalda, deseo recostarme sobre la pampa que hemos divisado. Mi abuelo inicia el descenso. Aún queda duradero itinerario.
Camino sobre brasas. Lejanas vacas al pie de la sombra de los árboles, me recuerdan cuan vulnerable somos ante el cielo.
Pienso una y otra vez cómo hablarle a mi abuelo, que enmudeció desde hace mucho. No se me ocurre nada, y lo que se me pueda ocurrir, de seguro interrumpiría su vehemente marcha.
Su decisión y talante, me han inspirado, a pesar que no tengo aliento, trataré de hablarle. La próxima curva le diré que me gusta pasear con él. No, mejor le preguntaré cuánto falta, pero podría enfadarse. Ya sé. Preguntaré si tiene hambre, luego abriré el bolsillo de la mochila y cogeré el poro-poro que guardó mi abuela, lo partiré en dos mitades. Será un excelente pretexto para entablar diálogo. Eso haré.
Parece haber escuchado mis adentros. Se detiene, y yo voy a decirle que… Un balazo me sacude el cuerpo y atraganta mis palabras. Le ha dado un tiro con increíble acierto. Mi abuelo corre, yo también. Llegamos hasta un enorme pugo de pecho abultado, tendido en el piso. Muere resistiendo su suerte. La cabeza está destrozada y yo he tenido pena. He querido llorar, pero mi abuelo no perdonaría que lo hiciera. “Agárralo” manda. Y así lo hago.
Unos kilómetros más allá, he comido por vez primera una paloma. Mi abuelo improvisó una tienda de campaña e hizo una fogata. Ha sido todo, el almuerzo hizo más mudo nuestro viaje. A esa misma hora imagino los manjares en la mesa de mi abuela.
Llegamos hasta una cruz blanca en la cima de un despeñadero. Mis labios están partidos y resecos. El terreno árido del peñasco muestra a nuestros ojos, dos sombras diferentes que han llegado a la misma meta. Una de ellas desgastada pero de contornos marcados, y la otra acaso nueva, está difuminada. Él y yo parados frente al lugar que mi abuelo no deja de admirar. Siento fuertemente que enorgullezco al veterano. Y un torrente de aire fresco, alivia nuestros rostros lacerados. Ahora sé que no temo a nada, tampoco a nadie.
**********************************
Lo he visto bajar por un camino empinado y delgado, no sé si sonríe, pero creo que ha dejado la pesada carga de sus años en aquella cruz de la cima. Quisiera poder decirle que lo quiero y que admiro mucho su carácter. Así lo haré.
Tal vez los dos necesitábamos este viaje, puede ser que mi abuelo pretende acercarse más hacia mi. No lo he comprendido, pero a medida que sigo sus huellas marcadas en el camino, me alegra saberlo. Y no entiendo por qué tantas preguntas revolotean mis pensamientos. He sentido un cosquilleo en el pecho, y lo atribuyo al hecho de sentirme un hombre, que he dejado apenas en un par de kilómetros mi incómoda infancia. Y quién la necesita. No la quiero más conmigo.
Hemos llegado a un lugar, que mi abuelo ha dicho, se llama Huañambra. Me ha pedido, con voz muy grave: “Encárgate de la malla”. Voy de inmediato. Levanto con dificultad los postes de la red. Me he dado cuenta que es larga. Mi abuelo mira la trampa, y luego se acerca. Me ha recomendado que la temple.
Escuché dos disparos, mi abuelo ha cazado unas vizcachas. Es muy buena su puntería, cada vez que oigo el rifle, sé que algún ser vivo acaba de convertirse en alimento. Ya no me apena tanto, sé que el hombre tiene que agenciarse de su entorno para sobrevivir.
Luego de instalada la malla, hemos corrido por los costados, o como dice el viejo, por los “cantos”. Tiramos piedrecillas para asustar a las aves de los árboles y dirigirlas a la trampa.
Han pasado un par de horas, y hemos guardado absoluto silencio, para no espantar las aves y también para no perder la costumbre. Nos acercamos a la red y comenzamos a desprender de los hilos, huanchacos desprevenidos que han llegado a caer en la trampa. Mi abuelo observa cómo recojo los pajaritos. Ha cambiado su rostro y se ha puesto muy serio, se ha dado cuenta que en lugar de desenredar, estoy atando más a los huanchacos con la red. Me puse nervioso al saber que no me saca los ojos de encima. Mis manos se sacuden y la pequeña ave me picotea con furia.
Mi abuelo acaba de gritarme, me ha dicho inútil. Sus palabras me han devuelto, de un tirón, a un estado miserable de mi vida. En verdad me he vuelto torpe y no sé que hacer con la pata atascada del huanchaco, que sigue ensangrentando mis manos. El cielo hace rato se congestionó, nubes amoratadas han aparecido sobre nuestras cabezas. ¡Demonios! No puedo hacer bien el trabajo, mi abuelo sigue gritando, y ahora se aproxima.
He cogido fuerte el pico del huanchaco porque me ha lastimado las manos. Lo he sujetado con mucha rabia. Mi abuelo se ha parado en frente y antes de poder decirme algo. Truena el cielo, y cae un rayo.
El sonido ha sido el peor que escuché en mi vida. Una descomunal fuerza ilumina todo lo que está alrededor. Me he quedado ciego, abracé la red con mucha fuerza, y caí con ella.
Se desata una lluvia de súbito, el viejo tiende su mano para levantarme. Ni siquiera se asustó, está impávido, con la expresión serena. He visto en mi mano como he matado al huanchaco, por el temor del rayo. Ya no le importa a mi abuelo y abandona la red. Se ha dado cuenta que es muy tarde, porque de inmediato alista la retirada.
Tiendo a resbalar, una y otra vez.
Acompaña la huida, el aroma húmedo de la tierra, al mismo tiempo que nuestras ropas empapadas, han mojado nuestro cuerpo.
Se oscurece, no puedo distinguir las sombras que nacen de los zarzales. Pero camino con pundonor. Recuerdo el fogón donde oreábamos nuestras manos, junto al gato tiznado de mi abuela, que ronronea más fuerte, ahora. Alivio mi frío.
Es increíble saber cómo, a veces, cuando premeditas las formas de estrechar más los lazos con alguien que amas mucho, terminas completamente distanciado de la hazaña. La conexión, entonces, tendrá que ver con el fortuito discurrir de circunstancias no planificadas. Mucho tiempo después lo supe.
***********************************
Ha dejado de llover. Los claros, derrotados ante la oscuridad, no tienen más remedio que añadir a sus tonos pastel, memorias. Es por esto que los recuerdo, diáfanos.
Avanzamos en la penumbra, sin hablar, envueltos por una suerte de alegría pesada, fatigados, desgarrados pero felices, amargamente felices.
Al borde de la carretera, enrumbamos camino llano. Nuestro andar, muerde piedras y tornase fangoso. En más nada que el silencio, rompe los hilos de nuestra virtuosa calma, un alarido. Parecido a un aullido pero grueso, como de un animal grande, diría bramido pero aquél fue una mezcla de gruñido y gemido, tenebrosamente horrible.
Solo puedo describir el miedo que sentí, como una helada navaja, punzándome finamente la espalda. Helando mi rostro y paralizando cualquier visaje.
El grito, vuelve a golpearnos de espaldas, ahora más intenso, rebota en las peñas y se multiplica por decenas. No pretendo delatar mi temor, es por eso que estrangulo mis dedos, para no sacudirme. El miedo desdobla sus siniestros pliegues, sobre nuestra retaguardia, desde la nuca hasta los pies. No le puedo hallar explicación. Tan pronto espantados, apuramos el trayecto, mi abuelo me toma de la mano, y yo lo siento rígido.
“Nunca te vuelvas hijo, nunca” susurra, su voz le tiembla. Por las sombras no puedo distinguir la expresión de su rostro. Imagino que ha de ser espantosamente serena, con una respuesta improbable ante el temor.
Me tomó de la mano hace mucho, y no sé si lo mojado de los dedos sea producto del miedo mío o suyo. Pero me alivia pensar que le pertenece a medias, que compartimos lo mismo, que lo sentimos los dos.
Nos alumbra una luz como de linterna a unos metros, el fulgor viene dibujando curvas, y en unas dos, la encararemos. De repente en la última curva que vemos de la luz, llegamos a encontrarnos con la nada. Y aquí mi abuelo grita: “Shapingos, qué quieren” “Vengan, porque no les tengo miedo” “Cobardes”.
Estoy seguro que aquellos gritos sacudieron los cerros, y resonaron en el campo, metiendo dentro de sus camas a los pocos curiosos que viven allí.
Mi abuelo me ha enseñado a temer, pero no por mí. A tener miedo de no proteger a quien amo. Que sin saber con quién enfrente, eche pelea. Porque valeroso, no es enfrentar lo conocido sino dar batalla a lo que falta conocer. Y en esa misma esencia, me doy cuenta que sabe él de mi valentía y que aprecia el haber querido conocerlo más. Siempre fue para mí un eterno viejo desconocido. Un auténtico guerrero, que me trajo a salvo para la casa. Y que cuando, sentados en la mesa, abrigados por el calor de mi abuela, bebíamos café molido y comíamos cachangas; cerró un ojo y me guiñó. Esta vez como un eterno niño que ahora conozco.
El veterano gallo moro ha entonado el amanecer, mis abuelos lo han amarrado con una corta pita junto a la puerta del dormitorio, para saber la hora. Es muy temprano y el frío se escabulle bajo las frazadas. El albugíneo de nubes, que se acomodan para dormitar sobre el pueblo, va levantándose, sin apuros, lentamente.
Mi abuelo se ha sentado sobre la cama y se dispone a rezar, como cada mañana. Luego alista su pantalón, se coloca un chaleco grueso de algodón, y con una boina azulada, cubre su cabeza. Cada movimiento deja percibir una ferviente meticulosidad que se aproxima a un ritual. Lo observo, y aunque no entiendo nada, no dejo de conmoverme cada instante. “Franz, ya, vamos” me dice, con la convicción de haberme despertado.
Entre el “sello” y la “canga”, pasando por el “rayuelo” y el “kiwi”, he olvidado por completo que hoy mi abuelo va de cacería, y además que voy con él. Coge un rifle ya raído, que la noche anterior sumergió en petróleo. Después, enfunde al cuerpo una doble estola llena de cartuchos rojos y recoge del suelo, dos fustes que sujetan una abultada trama de hilo negro, muy fino, pero resistente.
Al final del zaguán nos despide mi desconsolada abuela. He visto sus ojos húmedos, preocupados por mí. No quiero ir. Espero a mi abuelo, deseando que cambie de opinión. Pero él ha determinado otra historia. Entonces finjo ánimo y tomo su mano. Pero de inmediato, él la suelta.
Mi abuelo va adelante con un gesto duro y seco, carga el rifle, los cartuchos, una cantimplora, la malla para pajaritos y una ligera mochila. Yo traigo el jebe, y en mis bolsillos tengo piedras que pretenden hundir mi pantalón.
Aunque no conozco ninguna guerra, más que la del afiche de mi padre, aquél que está pegado en la pared del depósito -un inmenso helicóptero y soldados usando máscaras antigases- hoy me siento en uno de ellas. Un conflicto terrible, y muy enrevesado, el de acercarme a mi abuelo.
Él, da la impresión de ir también a una guerra, pero diferente a la mía. Mi abuelo tiene su propia pugna, encontrarse él mismo después de haberse buscado siempre, en tanto tiempo. Parece vivir su recóndita revolución, su insurrección personal. Estampa al paisaje, la silueta de guerrillero anónimo.
Hemos atravesado la llanura de la campiña. Nunca vi un camino tan iluminado, que ciega los ojos y los sentidos. Me es difícil seguirle el paso, y él no voltea a verme. No sé si escucha mis jadeos, el viento silba en los tímpanos y el polvo rasguña el rostro. Llega al final del collado, otea alrededor y borronea una sonrisa debajo del acantilado de su bigote. “Allá, lejos está” fue lo último que recuerdo haber escuchado.
He visto el pueblo, se parece a un turrón de leche, como los que mi abuela corta sobre la mesa, con lados iguales, cuatro esquinas rectas que delinea con el cuchillo. Me ha dado mucha hambre.
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El sol azota con sañudos latigazos mis hombros y la espalda, deseo recostarme sobre la pampa que hemos divisado. Mi abuelo inicia el descenso. Aún queda duradero itinerario.
Camino sobre brasas. Lejanas vacas al pie de la sombra de los árboles, me recuerdan cuan vulnerable somos ante el cielo.
Pienso una y otra vez cómo hablarle a mi abuelo, que enmudeció desde hace mucho. No se me ocurre nada, y lo que se me pueda ocurrir, de seguro interrumpiría su vehemente marcha.
Su decisión y talante, me han inspirado, a pesar que no tengo aliento, trataré de hablarle. La próxima curva le diré que me gusta pasear con él. No, mejor le preguntaré cuánto falta, pero podría enfadarse. Ya sé. Preguntaré si tiene hambre, luego abriré el bolsillo de la mochila y cogeré el poro-poro que guardó mi abuela, lo partiré en dos mitades. Será un excelente pretexto para entablar diálogo. Eso haré.
Parece haber escuchado mis adentros. Se detiene, y yo voy a decirle que… Un balazo me sacude el cuerpo y atraganta mis palabras. Le ha dado un tiro con increíble acierto. Mi abuelo corre, yo también. Llegamos hasta un enorme pugo de pecho abultado, tendido en el piso. Muere resistiendo su suerte. La cabeza está destrozada y yo he tenido pena. He querido llorar, pero mi abuelo no perdonaría que lo hiciera. “Agárralo” manda. Y así lo hago.
Unos kilómetros más allá, he comido por vez primera una paloma. Mi abuelo improvisó una tienda de campaña e hizo una fogata. Ha sido todo, el almuerzo hizo más mudo nuestro viaje. A esa misma hora imagino los manjares en la mesa de mi abuela.
Llegamos hasta una cruz blanca en la cima de un despeñadero. Mis labios están partidos y resecos. El terreno árido del peñasco muestra a nuestros ojos, dos sombras diferentes que han llegado a la misma meta. Una de ellas desgastada pero de contornos marcados, y la otra acaso nueva, está difuminada. Él y yo parados frente al lugar que mi abuelo no deja de admirar. Siento fuertemente que enorgullezco al veterano. Y un torrente de aire fresco, alivia nuestros rostros lacerados. Ahora sé que no temo a nada, tampoco a nadie.
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Lo he visto bajar por un camino empinado y delgado, no sé si sonríe, pero creo que ha dejado la pesada carga de sus años en aquella cruz de la cima. Quisiera poder decirle que lo quiero y que admiro mucho su carácter. Así lo haré.
Tal vez los dos necesitábamos este viaje, puede ser que mi abuelo pretende acercarse más hacia mi. No lo he comprendido, pero a medida que sigo sus huellas marcadas en el camino, me alegra saberlo. Y no entiendo por qué tantas preguntas revolotean mis pensamientos. He sentido un cosquilleo en el pecho, y lo atribuyo al hecho de sentirme un hombre, que he dejado apenas en un par de kilómetros mi incómoda infancia. Y quién la necesita. No la quiero más conmigo.
Hemos llegado a un lugar, que mi abuelo ha dicho, se llama Huañambra. Me ha pedido, con voz muy grave: “Encárgate de la malla”. Voy de inmediato. Levanto con dificultad los postes de la red. Me he dado cuenta que es larga. Mi abuelo mira la trampa, y luego se acerca. Me ha recomendado que la temple.
Escuché dos disparos, mi abuelo ha cazado unas vizcachas. Es muy buena su puntería, cada vez que oigo el rifle, sé que algún ser vivo acaba de convertirse en alimento. Ya no me apena tanto, sé que el hombre tiene que agenciarse de su entorno para sobrevivir.
Luego de instalada la malla, hemos corrido por los costados, o como dice el viejo, por los “cantos”. Tiramos piedrecillas para asustar a las aves de los árboles y dirigirlas a la trampa.
Han pasado un par de horas, y hemos guardado absoluto silencio, para no espantar las aves y también para no perder la costumbre. Nos acercamos a la red y comenzamos a desprender de los hilos, huanchacos desprevenidos que han llegado a caer en la trampa. Mi abuelo observa cómo recojo los pajaritos. Ha cambiado su rostro y se ha puesto muy serio, se ha dado cuenta que en lugar de desenredar, estoy atando más a los huanchacos con la red. Me puse nervioso al saber que no me saca los ojos de encima. Mis manos se sacuden y la pequeña ave me picotea con furia.
Mi abuelo acaba de gritarme, me ha dicho inútil. Sus palabras me han devuelto, de un tirón, a un estado miserable de mi vida. En verdad me he vuelto torpe y no sé que hacer con la pata atascada del huanchaco, que sigue ensangrentando mis manos. El cielo hace rato se congestionó, nubes amoratadas han aparecido sobre nuestras cabezas. ¡Demonios! No puedo hacer bien el trabajo, mi abuelo sigue gritando, y ahora se aproxima.
He cogido fuerte el pico del huanchaco porque me ha lastimado las manos. Lo he sujetado con mucha rabia. Mi abuelo se ha parado en frente y antes de poder decirme algo. Truena el cielo, y cae un rayo.
El sonido ha sido el peor que escuché en mi vida. Una descomunal fuerza ilumina todo lo que está alrededor. Me he quedado ciego, abracé la red con mucha fuerza, y caí con ella.
Se desata una lluvia de súbito, el viejo tiende su mano para levantarme. Ni siquiera se asustó, está impávido, con la expresión serena. He visto en mi mano como he matado al huanchaco, por el temor del rayo. Ya no le importa a mi abuelo y abandona la red. Se ha dado cuenta que es muy tarde, porque de inmediato alista la retirada.
Tiendo a resbalar, una y otra vez.
Acompaña la huida, el aroma húmedo de la tierra, al mismo tiempo que nuestras ropas empapadas, han mojado nuestro cuerpo.
Se oscurece, no puedo distinguir las sombras que nacen de los zarzales. Pero camino con pundonor. Recuerdo el fogón donde oreábamos nuestras manos, junto al gato tiznado de mi abuela, que ronronea más fuerte, ahora. Alivio mi frío.
Es increíble saber cómo, a veces, cuando premeditas las formas de estrechar más los lazos con alguien que amas mucho, terminas completamente distanciado de la hazaña. La conexión, entonces, tendrá que ver con el fortuito discurrir de circunstancias no planificadas. Mucho tiempo después lo supe.
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Ha dejado de llover. Los claros, derrotados ante la oscuridad, no tienen más remedio que añadir a sus tonos pastel, memorias. Es por esto que los recuerdo, diáfanos.
Avanzamos en la penumbra, sin hablar, envueltos por una suerte de alegría pesada, fatigados, desgarrados pero felices, amargamente felices.
Al borde de la carretera, enrumbamos camino llano. Nuestro andar, muerde piedras y tornase fangoso. En más nada que el silencio, rompe los hilos de nuestra virtuosa calma, un alarido. Parecido a un aullido pero grueso, como de un animal grande, diría bramido pero aquél fue una mezcla de gruñido y gemido, tenebrosamente horrible.
Solo puedo describir el miedo que sentí, como una helada navaja, punzándome finamente la espalda. Helando mi rostro y paralizando cualquier visaje.
El grito, vuelve a golpearnos de espaldas, ahora más intenso, rebota en las peñas y se multiplica por decenas. No pretendo delatar mi temor, es por eso que estrangulo mis dedos, para no sacudirme. El miedo desdobla sus siniestros pliegues, sobre nuestra retaguardia, desde la nuca hasta los pies. No le puedo hallar explicación. Tan pronto espantados, apuramos el trayecto, mi abuelo me toma de la mano, y yo lo siento rígido.
“Nunca te vuelvas hijo, nunca” susurra, su voz le tiembla. Por las sombras no puedo distinguir la expresión de su rostro. Imagino que ha de ser espantosamente serena, con una respuesta improbable ante el temor.
Me tomó de la mano hace mucho, y no sé si lo mojado de los dedos sea producto del miedo mío o suyo. Pero me alivia pensar que le pertenece a medias, que compartimos lo mismo, que lo sentimos los dos.
Nos alumbra una luz como de linterna a unos metros, el fulgor viene dibujando curvas, y en unas dos, la encararemos. De repente en la última curva que vemos de la luz, llegamos a encontrarnos con la nada. Y aquí mi abuelo grita: “Shapingos, qué quieren” “Vengan, porque no les tengo miedo” “Cobardes”.
Estoy seguro que aquellos gritos sacudieron los cerros, y resonaron en el campo, metiendo dentro de sus camas a los pocos curiosos que viven allí.
Mi abuelo me ha enseñado a temer, pero no por mí. A tener miedo de no proteger a quien amo. Que sin saber con quién enfrente, eche pelea. Porque valeroso, no es enfrentar lo conocido sino dar batalla a lo que falta conocer. Y en esa misma esencia, me doy cuenta que sabe él de mi valentía y que aprecia el haber querido conocerlo más. Siempre fue para mí un eterno viejo desconocido. Un auténtico guerrero, que me trajo a salvo para la casa. Y que cuando, sentados en la mesa, abrigados por el calor de mi abuela, bebíamos café molido y comíamos cachangas; cerró un ojo y me guiñó. Esta vez como un eterno niño que ahora conozco.