viernes, 20 de septiembre de 2013

CUENTOS CELENDINOS



Franz Sánchez

Mi GUERRILLERO VIEJO
El veterano gallo moro ha entonado el amanecer, mis abuelos lo han amarrado con una corta pita junto a la puerta del dormitorio, para saber la hora. Es muy temprano y el frío se escabulle bajo las frazadas. El albugíneo de nubes, que se acomodan para dormitar sobre el pueblo, va levantándose, sin apuros, lentamente.
Mi abuelo se ha sentado sobre la cama y se dispone a rezar, como cada mañana. Luego alista su pantalón, se coloca un chaleco grueso de algodón, y con una boina azulada, cubre su cabeza. Cada movimiento deja percibir una ferviente meticulosidad que se aproxima a un ritual. Lo observo, y aunque no entiendo nada, no dejo de conmoverme cada instante. “Franz, ya, vamos” me dice, con la convicción de haberme despertado.
Entre el “sello” y la “canga”, pasando por el “rayuelo” y el “kiwi”, he olvidado por completo que hoy mi abuelo va de cacería, y además que voy con él. Coge un rifle ya raído, que la noche anterior sumergió en petróleo. Después, enfunde al cuerpo una doble estola llena de cartuchos rojos y recoge del suelo, dos fustes que sujetan una abultada trama de hilo negro, muy fino, pero resistente.
Al final del zaguán nos despide mi desconsolada abuela. He visto sus ojos húmedos, preocupados por mí. No quiero ir. Espero a mi abuelo, deseando que cambie de opinión. Pero él ha determinado otra historia. Entonces finjo ánimo y tomo su mano. Pero de inmediato, él la suelta.
Mi abuelo va adelante con un gesto duro y seco, carga el rifle, los cartuchos, una cantimplora, la malla para pajaritos y una ligera mochila. Yo traigo el jebe, y en mis bolsillos tengo piedras que pretenden hundir mi pantalón.
Aunque no conozco ninguna guerra, más que la del afiche de mi padre, aquél que está pegado en la pared del depósito -un inmenso helicóptero y soldados usando máscaras antigases- hoy me siento en uno de ellas. Un conflicto terrible, y muy enrevesado, el de acercarme a mi abuelo.
Él, da la impresión de ir también a una guerra, pero diferente a la mía. Mi abuelo tiene su propia pugna, encontrarse él mismo después de haberse buscado siempre, en tanto tiempo. Parece vivir su recóndita revolución, su insurrección personal. Estampa al paisaje, la silueta de guerrillero anónimo.
Hemos atravesado la llanura de la campiña. Nunca vi un camino tan iluminado, que ciega los ojos y los sentidos. Me es difícil seguirle el paso, y él no voltea a verme. No sé si escucha mis jadeos, el viento silba en los tímpanos y el polvo rasguña el rostro. Llega al final del collado, otea alrededor y borronea una sonrisa debajo del acantilado de su bigote. “Allá, lejos está” fue lo último que recuerdo haber escuchado.
He visto el pueblo, se parece a un turrón de leche, como los que mi abuela corta sobre la mesa, con lados iguales, cuatro esquinas rectas que delinea con el cuchillo. Me ha dado mucha hambre.
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El sol azota con sañudos latigazos mis hombros y la espalda, deseo recostarme sobre la pampa que hemos divisado. Mi abuelo inicia el descenso. Aún queda duradero itinerario.
Camino sobre brasas. Lejanas vacas al pie de la sombra de los árboles, me recuerdan cuan vulnerable somos ante el cielo.
Pienso una y otra vez cómo hablarle a mi abuelo, que enmudeció desde hace mucho. No se me ocurre nada, y lo que se me pueda ocurrir, de seguro interrumpiría su vehemente marcha.
Su decisión y talante, me han inspirado, a pesar que no tengo aliento, trataré de hablarle. La próxima curva le diré que me gusta pasear con él. No, mejor le preguntaré cuánto falta, pero podría enfadarse. Ya sé. Preguntaré si tiene hambre, luego abriré el bolsillo de la mochila y cogeré el poro-poro que guardó mi abuela, lo partiré en dos mitades. Será un excelente pretexto para entablar diálogo. Eso haré.
Parece haber escuchado mis adentros. Se detiene, y yo voy a decirle que… Un balazo me sacude el cuerpo y atraganta mis palabras. Le ha dado un tiro con increíble acierto. Mi abuelo corre, yo también. Llegamos hasta un enorme pugo de pecho abultado, tendido en el piso. Muere resistiendo su suerte. La cabeza está destrozada y yo he tenido pena. He querido llorar, pero mi abuelo no perdonaría que lo hiciera. “Agárralo” manda. Y así lo hago.
Unos kilómetros más allá, he comido por vez primera una paloma. Mi abuelo improvisó una tienda de campaña e hizo una fogata. Ha sido todo, el almuerzo hizo más mudo nuestro viaje. A esa misma hora imagino los manjares en la mesa de mi abuela.
Llegamos hasta una cruz blanca en la cima de un despeñadero. Mis labios están partidos y resecos. El terreno árido del peñasco muestra a nuestros ojos, dos sombras diferentes que han llegado a la misma meta. Una de ellas desgastada pero de contornos marcados, y la otra acaso nueva, está difuminada. Él y yo parados frente al lugar que mi abuelo no deja de admirar. Siento fuertemente que enorgullezco al veterano. Y un torrente de aire fresco, alivia nuestros rostros lacerados. Ahora sé que no temo a nada, tampoco a nadie.
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Lo he visto bajar por un camino empinado y delgado, no sé si sonríe, pero creo que ha dejado la pesada carga de sus años en aquella cruz de la cima. Quisiera poder decirle que lo quiero y que admiro mucho su carácter. Así lo haré.
Tal vez los dos necesitábamos este viaje, puede ser que mi abuelo pretende acercarse más hacia mi. No lo he comprendido, pero a medida que sigo sus huellas marcadas en el camino, me alegra saberlo. Y no entiendo por qué tantas preguntas revolotean mis pensamientos. He sentido un cosquilleo en el pecho, y lo atribuyo al hecho de sentirme un hombre, que he dejado apenas en un par de kilómetros mi incómoda infancia. Y quién la necesita. No la quiero más conmigo.
Hemos llegado a un lugar, que mi abuelo ha dicho, se llama Huañambra. Me ha pedido, con voz muy grave: “Encárgate de la malla”. Voy de inmediato. Levanto con dificultad los postes de la red. Me he dado cuenta que es larga. Mi abuelo mira la trampa, y luego se acerca. Me ha recomendado que la temple.
Escuché dos disparos, mi abuelo ha cazado unas vizcachas. Es muy buena su puntería, cada vez que oigo el rifle, sé que algún ser vivo acaba de convertirse en alimento. Ya no me apena tanto, sé que el hombre tiene que agenciarse de su entorno para sobrevivir.
Luego de instalada la malla, hemos corrido por los costados, o como dice el viejo, por los “cantos”. Tiramos piedrecillas para asustar a las aves de los árboles y dirigirlas a la trampa.
Han pasado un par de horas, y hemos guardado absoluto silencio, para no espantar las aves y también para no perder la costumbre. Nos acercamos a la red y comenzamos a desprender de los hilos, huanchacos desprevenidos que han llegado a caer en la trampa. Mi abuelo observa cómo recojo los pajaritos. Ha cambiado su rostro y se ha puesto muy serio, se ha dado cuenta que en lugar de desenredar, estoy atando más a los huanchacos con la red. Me puse nervioso al saber que no me saca los ojos de encima. Mis manos se sacuden y la pequeña ave me picotea con furia.
Mi abuelo acaba de gritarme, me ha dicho inútil. Sus palabras me han devuelto, de un tirón, a un estado miserable de mi vida. En verdad me he vuelto torpe y no sé que hacer con la pata atascada del huanchaco, que sigue ensangrentando mis manos. El cielo hace rato se congestionó, nubes amoratadas han aparecido sobre nuestras cabezas. ¡Demonios! No puedo hacer bien el trabajo, mi abuelo sigue gritando, y ahora se aproxima.
He cogido fuerte el pico del huanchaco porque me ha lastimado las manos. Lo he sujetado con mucha rabia. Mi abuelo se ha parado en frente y antes de poder decirme algo. Truena el cielo, y cae un rayo.
El sonido ha sido el peor que escuché en mi vida. Una descomunal fuerza ilumina todo lo que está alrededor. Me he quedado ciego, abracé la red con mucha fuerza, y caí con ella.
Se desata una lluvia de súbito, el viejo tiende su mano para levantarme. Ni siquiera se asustó, está impávido, con la expresión serena. He visto en mi mano como he matado al huanchaco, por el temor del rayo. Ya no le importa a mi abuelo y abandona la red. Se ha dado cuenta que es muy tarde, porque de inmediato alista la retirada.
Tiendo a resbalar, una y otra vez.
Acompaña la huida, el aroma húmedo de la tierra, al mismo tiempo que nuestras ropas empapadas, han mojado nuestro cuerpo.
Se oscurece, no puedo distinguir las sombras que nacen de los zarzales. Pero camino con pundonor. Recuerdo el fogón donde oreábamos nuestras manos, junto al gato tiznado de mi abuela, que ronronea más fuerte, ahora. Alivio mi frío.
Es increíble saber cómo, a veces, cuando premeditas las formas de estrechar más los lazos con alguien que amas mucho, terminas completamente distanciado de la hazaña. La conexión, entonces, tendrá que ver con el fortuito discurrir de circunstancias no planificadas. Mucho tiempo después lo supe.
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Ha dejado de llover. Los claros, derrotados ante la oscuridad, no tienen más remedio que añadir a sus tonos pastel, memorias. Es por esto que los recuerdo, diáfanos.
Avanzamos en la penumbra, sin hablar, envueltos por una suerte de alegría pesada, fatigados, desgarrados pero felices, amargamente felices.
Al borde de la carretera, enrumbamos camino llano. Nuestro andar, muerde piedras y tornase fangoso. En más nada que el silencio, rompe los hilos de nuestra virtuosa calma, un alarido. Parecido a un aullido pero grueso, como de un animal grande, diría bramido pero aquél fue una mezcla de gruñido y gemido, tenebrosamente horrible.
Solo puedo describir el miedo que sentí, como una helada navaja, punzándome finamente la espalda. Helando mi rostro y paralizando cualquier visaje.
El grito, vuelve a golpearnos de espaldas, ahora más intenso, rebota en las peñas y se multiplica por decenas. No pretendo delatar mi temor, es por eso que estrangulo mis dedos, para no sacudirme. El miedo desdobla sus siniestros pliegues, sobre nuestra retaguardia, desde la nuca hasta los pies. No le puedo hallar explicación. Tan pronto espantados, apuramos el trayecto, mi abuelo me toma de la mano, y yo lo siento rígido.
“Nunca te vuelvas hijo, nunca” susurra, su voz le tiembla. Por las sombras no puedo distinguir la expresión de su rostro. Imagino que ha de ser espantosamente serena, con una respuesta improbable ante el temor.
Me tomó de la mano hace mucho, y no sé si lo mojado de los dedos sea producto del miedo mío o suyo. Pero me alivia pensar que le pertenece a medias, que compartimos lo mismo, que lo sentimos los dos.
Nos alumbra una luz como de linterna a unos metros, el fulgor viene dibujando curvas, y en unas dos, la encararemos. De repente en la última curva que vemos de la luz, llegamos a encontrarnos con la nada. Y aquí mi abuelo grita: “Shapingos, qué quieren” “Vengan, porque no les tengo miedo” “Cobardes”.
Estoy seguro que aquellos gritos sacudieron los cerros, y resonaron en el campo, metiendo dentro de sus camas a los pocos curiosos que viven allí.
Mi abuelo me ha enseñado a temer, pero no por mí. A tener miedo de no proteger a quien amo. Que sin saber con quién enfrente, eche pelea. Porque valeroso, no es enfrentar lo conocido sino dar batalla a lo que falta conocer. Y en esa misma esencia, me doy cuenta que sabe él de mi valentía y que aprecia el haber querido conocerlo más. Siempre fue para mí un eterno viejo desconocido. Un auténtico guerrero, que me trajo a salvo para la casa. Y que cuando, sentados en la mesa, abrigados por el calor de mi abuela, bebíamos café molido y comíamos cachangas; cerró un ojo y me guiñó. Esta vez como un eterno niño que ahora conozco.

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"LITERATURA SHILICA"

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Cristo de la colina de San isidro

Cristo de la colina de San isidro
mirador de Celendín...

ENTREVISTA A CRISTO REDENTOR...por Franz Sánchez

Publicado en CPM. Celendín Pueblo Mágico...Hace poco nos preguntábamos por los jóvenes que un día nos reemplazarán en la tarea de velar por los intereses e integridad de Celendín, creando conciencia entre nuestros paisanos y autoridades a través del periodismo. Y he aquí que de pronto, del supuesto desierto, surge Franz Sánchez Cueva, quien nos devuelve la fe y la esperanza de que no estamos arando en el mar, que habrá siempre celendinos que amen a su tierra porque la llevan grabada a fuego en el corazón. Esperamos contar siempre con su colaboración porque consideramos valioso su aporte e invocamos a otros jóvenes como él a unirse a la cruzada por la salvación de Celendin y a integrarse como colaboradores al equipo de Celendín Pueblo Mágico. Estamos seguros de que este "diálogo" en nuestra maltratada colina de San Isidro -donde el entrevistado es la mala copia del Cristo del Corcovado que ahora oculta la vieja capilla tradicional- gustará a nuestros lectores. Felicitaciones Franz, en CPM sabemos que, pese a tu juventud, eres un veterano en las lides del periodismo y en las luchas en pos de la verdad (NdlR).
ENTREVISTA AL CRISTO REDENTOR, VIGÍA INVOLUNTARIO DE CELENDÍN
Por Franz Sánchez CuevaCelendínDesde el comienzo de la frente, cuesta abajo con final de mentón, una copiosa sudoración me baña. Transpirando noches fermentadas y julias, me dirijo con avidez estrepitosa por el rosario de gradas, camino de la colina ishica.Mi celeridad la causa un encuentro urgido y bienaventurado. Radiante el día, luminoso ahínco, voy en pos de mi primer reportaje a la incuestionable figura, al profeta magnánimo y salvador.Son escalones interminables, mi aliento abrasador achicharra en mi rostro los últimos vestigios de alcohol. Pero, ¿como presentarme así? ¿Qué tipo de entrevistador soy? ¿De los que apalean con el soplo a sus interlocutores? En el bolsillo del chaleco, por si acaso, atesoro caramelos de menta y eucalipto, oportunos para situación tal.
La mala copia del Cristo del Corcovado, en desmedro de la vieja capilla tradicional...
Prosigo, arriscado por saber ya, y con mi tufo derrotado, curvo la esquina de la escuelita que en la cima espera, y he llegado… Un último esfuerzo. Camino unos metros sin desplomarme, pero intranquilo, a sabiendas de que ya estoy bajo su vistazo fiscalizador.Llego tarde a la cita en el llamado mirador. El personaje está un poco serio y su color, en mucho, es tan pálido como el mío. Imagino que está furioso con mi dilación.—¿Cómo estás, Cristo Redentor?
—¿Cómo crees? Si te dejasen en pie, esperando, con los brazos abiertos y bajo una ardentía tal, ¿cómo estarías? Mas esto llevadero es, he vivido ya cada cruz... Lo que no tolero son las vistas palaciegas, lo que veo desde aquí, desde que a alguien, un día, se le ocurrió traerme, mejor dicho, copiarme, de Rio de Janeiro. Mira, aprecia...—¿Qué cosa ves, Señor?— Veo el palacio, el del rey.—¡Tú eres el Rey...!—¡Déjate de piropear...! Me refiero a la vida de lujo, en el palacio, del monarca foráneo lleno de opulencias.—¿Cuál palacio, Señor?—¡El municipal, hijo, el municipal...!—Discúlpame, Señor, el despiste... Ahora caigo, pero no podemos meternos con él, hoy todopoderoso es...—Pero, ¿qué cosa dices? No hay más poder que el que mi Padre otorga.—Es verdad, Señor, pero ya que tocas el tema, mira también los gorilas que lo custodian.—¿Gorilas...? ¿Gorilas...?Entrecierra los ojos, aguza la mirada. El cemento es malo, pero rígido. Aunque mueve las manos y los dedos, no puede flexionar los brazos para hacerse techo bajo el sol y ver mejor.Decido trepar hasta sus hombros y ayudarlo. Es una figura grande, inmensa, y su fiebre pétrea es mayor que la mía, alcohólica, de simple mortal. Es difícil, pero lo he logrado. Le obsequio mis anteojos de sol. Se los coloco y veo que le quedan bien, como a un hippie sesentero.—¡Gracias, hijo mío...! Ahora si veo mejor… Y huelo también, ¿has bebido anoche?—¡Eh, Padre, aguanta un poco...! Perdóname, pero el periodista soy yo. Yo hago las preguntas, tú las contestas... He tomado unos tragos, estamos celebrando a tu Señora Madre, la Virgen del Carmelo. ¡Es julio, Señor...!—Sí, ya lo sé... He visto la corrida ayer, incompleta, a medias... Luego estuve, solitario, con unas pocas señoronas que cuchicheaban en la casa de mi Padre.—¿Pero, cómo...? Has descendido de San Isidro.—Tal es, hijo... Bajé cuando aún era de madrugada, a curiosear. Y equivoqué el camino y casi me rompo la crisma en el Gran Hueco, en la horrenda y desagradable perforación esa que han cavado en pos de arena… Las noches son duras y cansadoras por aquí, ¿sabes? Mis ojos y mis oídos ven y escuchan cosas terribles. No sólo entre las sombras de mis tristes columnas se ayuntan parejas, jóvenes en general, sino que los ebrios entonan coros extraños y me arrojan cataratas de humos raros.—¿Coros, qué clase de coros?—No, hijo, no son coros de alabanza, no son para mí.—¿Entonces?—Son para un amigo mío, jamaicano, se llama Robert Nesta…—¡Ah, ya...! ¡Bob Marley!—Tú lo has dicho.Lo miré para saber si era cierto aquello, le levanté los anteojos y tan pronto los vi sus ojos crearon un clima como fraterno. Sentí que el amable melenudo estaba un poco perdido, pero que era como un hermano, casi un paisano. Lamenté no tener mi sombrero para ponérselo en la cabeza.—Volviendo a lo nuestro, dime, Maestro, ¿qué impresiones te deja Celendín?—Muchas impresiones desde que llegué... Hasta he visto gente contrariada reclamando porque me habían puesto aquí. Con decirte, hijo, que hasta el bueno y sabio de San Isidro está caliente conmigo. ¡Yo no pedí a nadie que me traigan aquí...!—Comprendo, Señor.—Se que comprendes. Yo os amo a todos, incluso a los que toman mi nombre, y mi figura, en vano. Por lo demás, el pueblo crece, hay gente nueva... Veo autos, taxis, triciclos... Y narcos, narcos y gente que vive de ellos... Yo también soy nuevo por aquí, y ya me siento shilico. Sobre todo desde que me he enterado que ustedes tienen ascendencia judía, ¿no?, como yo.—Sí, aunque algunos shilicos son más bien jodíos...—¿Cómo...?—¡No! ¡Nada, Señor!—Hijo, sabrás que en Brasil hay también una estatua mía, símbolo de la Redención... Está situada a 700 m sobre el nivel del mar... Un paisaje precioso…—Sí, Señor, sé. Está en el cerro Pan de Azúcar o Corcovado, en Río de Janeiro. El autor de tu estatua aquí la copió de allá...—Sí, no es muy original el chico. Pero hay algo que me intriga. En Brasil, estoy con las palmas abiertas, celebrando el carnaval...—Aquí el carnaval también es bueno, Jeshushito.—Llámame Maestro o Señor, menos confianzas, hijo. Sí, en Celendín hay un buen carnaval, movido, a veces me dan ganas de bajar a Colpacucho, llamado ahora El Rosario... Pero, déjame que termine... Cuando me alojaron aquí, alguien propuso que me pongan con los brazos estirados, pero con los puños cerrados.—¿Cerrados?—Sí, hijo, ¡imagínate! ¡Cerrados...!—Pero, ¿quién…?, ¿cómo...?—Con los puños cerrados para hacer burla de los shilicos tacaños, cicateros… Luego supe que el que propuso eso era un espía cajamarquino, donde hay mucha envidia, tú sabes...Suelto la risotada, el sonríe, modesto. Tiene sentido del humor, ya se está haciendo shilico, pienso. Recupero la compostura, lo siento cansado y decido terminar la entrevista.—Muchas gracias, Salvador, por esta conversa y por tu tiempo.—No te preocupes, mi tiempo es eterno y va más allá que este triste cemento.—¿Tu mensaje final para los shilicos…?—¡Amor, amor, amor…! Amaos los unos a los otros, pero no entre mis columnas, de noche. Y, sobre todo, no me dejen esas cosas plásticas que hacen más horrible todavía el paisaje. Que ya tengo suficiente con la casa del rey municipal...—Lo voy a predicar, Padre.—Amaos entre paisanos, no seáis chismosos…—¡Gracias, Padre!—De nada, hijo... Y no seáis beodos...—¡Gracias, Padre!—De nada, hijo... Y no seáis cobardes si alguien atenta contra lo vuestro…—¡No sigas, Padre, no sigas...!—Lo último, hijo, y esto es para ti y todos los jóvenes: si alguna vez llegáis a la política, no seáis hipócritas ni traidores como Judas. No os vendáis por nada ni a nadie, y mucho menos vendáis a vuestra tierra, que no tiene precio. Ninguna minera puede pagar lo que vale.—No, Padre... Líbrame tú de caminar por el fango podrido de la política.—¿Y si yo me lanzara, hijo?—¿A dónde, Padre...? ¿Al Gran Hueco?—No hijo, a la alcaldía—¡Ah, ese es un hueco en oro! En ese caso yo sería tu regidor, Padre... Yo te seguiría, aunque no soy muy católico, pero lo haría...—No, hijo, estaba bromeando. Ese ayuntamiento habría que limpiarlo con creso, debe tener más culebras que las del desierto donde peregriné tantos días y tantas noches.—Es cierto, además la gente está mal acostumbrada. Tendríamos que asesinar muchos inocentes toros, buenos o malos, y quemar mucho “cuete” para que la nuestra gestión sea digna…—Sí, y los niños con hambre, y las escuelas que no tienen ni para tiza. No sigo porque me caliento. No, hijo, la política así, nunca... Ahora ve y cuenta las nuevas, y recuerda que estaré siempre con ustedes. Sobre todo al final de cada gobierno y al inicio de otro, que es cuando se sabe todo y revientan los terremotos. Multiplicaos, los periodistas, y esparciros por la tierra, pero a condición de que seáis honestos... ¡Ya llegará el día del juicio, o al menos, el de la revocatoria final! ¡Amén...!—¡Amén, Señor!—Ah, hijo...—¿Sí, Padre...?—¡Gracias por los anteojos...! ¡Me descansan la vista!